Comentario
Si el Despotismo Ilustrado obviamente nunca puso en cuestión las bases sociales de su poder, no por ello la Ilustración dejó de ejercer la crítica de la sociedad donde había surgido, que se convirtió también en objeto de su pasión reformista. Antonio Domínguez Ortiz ha señalado una oscilación en la procedencia social de los ilustrados, que comienzan siendo médicos y frailes (Mateo Zapata, Sarmiento, Feijóo, Piquer), nutren luego sus filas con grupos sociales más diversificados (aristócratas, clérigos, funcionarios y juristas) para terminar incluyendo a elementos de claro origen burgués (Foronda, Rubín de Celis, Heros). Esta impresión no deja de ser imprecisa y aun engañosa, pero subraya un hecho perfectamente verificado: la composición interclasista del movimiento, aunque limitada a aquellas clases acomodadas que podían tener acceso a la cultura superior. En cualquier caso, la crítica social se ejerció en la mayoría de los casos al margen de la extracción personal y se caracterizó por la contestación de los rígidos moldes estamentales heredados del pasado.
Uno de los objetos frecuentes de la animosidad ilustrada fue una nobleza que había perdido la justificación de sus privilegios y que, encaramada a sus blasones, no contribuía con su esfuerzo a la finalidad proclamada como irrenunciable por la época, la prosperidad de la nación. Es muy famoso el texto de José Cadalso en sus Cartas marruecas: "Instando a mi amigo cristiano a que me explicase qué es nobleza hereditaria, después de decirme mil cosas que yo no entendí, mostrándome estampas, que me parecieron de mágica, y figuras que tuve por capricho de algún pintor demente, y después de reírse conmigo de muchas cosas que decía ser muy respetables en el mundo, concluyó con estas voces, interrumpidas con otras tantas carcajadas de risa: Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que ochocientos años antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo".
Del mismo modo, Luis García Cañuelo se ensaña con la vida ociosa del ficticio aristócrata Eusebio, que nunca trabaja, ni se ocupa de sus hijos (pero va a misa a diario), ni se dedica al estudio (porque es fuente de ateísmo) y deja los negocios en manos de su confesor: "¡Oh, suerte envidiable la de Eusebio! A costa de unos trabajitos tan pequeños, de estas leves incomodidades, y de estos ratitos aprovechados se va labrando una corona de gloria inmortal. ¡Y cuán al contrario sería si fuese un pobre que se viese precisado a cargarse de obligaciones para mantener la vida!... Porque un hombre inútil a los demás, ¿cómo podrá ser buen cristiano?... Yo no puedo concebir esta sublime moral que sabe componer todo esto con el amor del prójimo y dispensarnos de la pena impuesta a los hijos de Adán de comer el pan con el sudor del rostro. Si la vida de Eusebio le asegura la salvación, ¿no tendremos mucha razón para exclamar contra toda la doctrina del Evangelio?"
En definitiva, la nobleza era atacada porque no había sabido revalidar sus antiguos títulos de acuerdo con la norma imperante en la época, la del servicio a la comunidad. Pero en el pensamiento moderado de la Ilustración hispana, el ataque a la aristocracia que no cumple con sus obligaciones no entraña una descalificación de la nobleza en su conjunto, que sigue siendo considerada como uno de los pilares en los que descansa la sociedad. En un claro ejemplo de esta contradicción en la que se debate el pensamiento social ilustrado, incapaz de extraer las consecuencias revolucionarias de sus planteamientos más rigurosos, Jovellanos, que había fustigado duramente la existencia de los mayorazgos como uno de los máximos obstáculos para la modernización agraria, concluye, violentando sus argumentaciones, en lo inconveniente de su disolución: "Apenas hay institución más repugnante a los principios de una sabia y justa legislación, y sin embargo, apenas hay otra que merezca más miramiento a los ojos de la sociedad (...). Justo es que la nobleza, ya que no puede ganar con la guerra estados ni riquezas, se sostenga con las que ha recibido de sus mayores".
Junto a los nobles, los eclesiásticos sufren las más acerbas críticas de parte de los ilustrados. Las flechas se dirigen al excesivo número de clérigos, a la riqueza inmensa e inmovilizada de las instituciones eclesiásticas, a la ignorancia y mundanidad de los pastores y a su condescendencia para con las supersticiones populares, no por más absurdas menos arraigadas, como demuestra la cruzada de Feijoo contra las creencias vulgares en materias religiosas. Sobre el excesivo número de eclesiásticos y su pésima distribución geográfica, claman insistentemente los escritores progresistas, algunos con cierta acritud y conocimiento de causa, como en el caso de Cabarrús: "Abro el censo español hecho en 1788 y hallo que tenemos dicisiete mil feligresías y quince mil párrocos, esto es dos mil menos de los que se necesitan. Pero para esto tenemos cuarenta y siete mil beneficiados y cuarenta y ocho mil religiosos; de forma que, siendo así que hay muchas parroquias sin pastor, distribuyendo mejor nuestros sacerdotes actuales podría haber siete en cada una de ellas. Es evidente, por consecuencia, que hay un exceso enorme y que, sin sondear demasiado esta llaga funesta, se puede atribuir a la demasiada facilidad con que se reclutan las órdenes religiosas y a las capellanías o beneficios de sangre..."
Excesivo número de eclesiásticos y también excesiva riqueza de la Iglesia, que además se administra de manera viciosa (dejando muchas tierras baldías y privando de toda inversión o mejora tecnológica al resto) y que se emplea en dirección equivocada, distribuyendo indiscriminadas caridades que fomentan una ociosidad perniciosa, dando lugar a la situación satirizada acerbamente por Luis García Cañuelo: "Enriquecerlos a ellos para socorro de los pobres, ¿no fue lo mismo que hacer los pobres para hacer quien los socorriese?" De ahí el cerco impuesto por el siglo a la amortización eclesiástica, desde los escritos doctrinales (baste recordar a Campomanes, Jovellanos o Sempere y Guarinos) a las reclamaciones permanentes de las autoridades locales contra los acaparadores de grano, o a las arremetidas concretas, como la llamada desamortización de Godoy de 1798, una medida fiscal que no hizo sino renovar una práctica ya reclamada por la monarquía de los Austrias. De ahí también la diatriba sistemática contra el uso abusivo de la limosna, fábrica de holgazanería, y contra el empleo improductivo de unos ingresos que podían orientarse en un sentido más en consonancia con los modernos criterios de utilidad social. Finalmente, los numerosos representantes de esa Iglesia rica no parecen estar a la altura de su cometido, ya que entre ellos florece la ignorancia y la frivolidad. Conocido es el retrato que el padre Isla trazara de fray Gerundio de Campazas en el momento de encaminarse a predicar su sermón: "Salió, pues, más resplandeciente que el sol, más brillante que la aurora. Habíase (claro está) afeitado con la mayor prolijidad, encargando al barbero que se esmerase en la operación (...) La noche antes le había regalado el padre vicario con dos solideos de seda, de los que fabricaban las monjas, de exquisito arte y chulada, cuyo centro era una bolita muy chusca, elevada con la debida proporción (...) Calzóse (ya se ve) unos zapatos muy ajustados (...) No se olvidó, y ni podía olvidarse, de echar en una manga un pañuelo de seda de dos caras y de cara muy cumplida, siendo una faz de color de rosa y la otra de color de perla; y en la otra manga metió segundo pañuelo de Cambray, muy fino, con sus cuatro borlas de seda blanca a las cuatro puntas (..) Iba con el cuerpo derecho, la cabeza erguida, el paso grave, los ojos apacibles, dulces y risueños, haciendo unas majestuosas y moderadas reverencias o inclinaciones con la cabeza a uno y otro lado, para corresponder a los que le saludaban..."
Y también ha sido muy difundida la crítica del protoliberal León de Arroyal contra la falta de preparación intelectual del clero: "Las ciencias sagradas, aquellos divinas ciencias, cuyo cultivo hizo sudar a los padres de la Iglesia, se han hecho tan familiares que apenas hay ordenadillo desbaratado que no se encarame a enseñarlas desde la cátedra del Espíritu Santo. El delicadísimo ministerio de la predicación, que por particular privilegio se permitió a un Pantero, a un Clemente Alejandrino, a un Orígenes, hoy es permitido, invicto epíscopo, a cualquiera frailezuelo que lo toma por oficio mercenario".
Deseo de reforma de la situación eclesiástica, asaltos parciales a las tierras de la Iglesia bajo la presión de las necesidades fiscales de la Corona y crítica a algunos aspectos concretos de la actuación del clero, todo ello no compone, ni siquiera teniendo en cuenta las más sarcásticas invectivas de José Nicolás de Azara ni las más punzantes disquisiciones de Jovellanos sobre la propiedad de las manos muertas, ninguna propuesta radical de alteración del estatus o la función del clero en la sociedad estamental, sino tan sólo un llamamiento a la corrección de sus insuficiencias más notables y a la adaptación de sus conductas a los nuevos tiempos. Este espíritu de reforma, de contenido regalista y jansenista, es el mismo que inspira la formulación más extensa y avanzada sobre el papel del clero en una sociedad bien ordenada, la que en forma de utopía vertiera Luis García Cañuelo en las páginas del Censor: "los sacerdotes del país de los Ayparcontes son retribuidos por el Estado y han perdido todo su poder económico y político, así como su fuerza coactiva, en beneficio de un más perfecto ministerio en la esfera de lo estrictamente espiritual", realizando así el sueño secularizador de la Ilustración. Es el punto extremo que en la materia puede alcanzar el pensamiento reformista, sin convertirse declaradamente a la opción liberal.
Nobleza y clero deben revalidar sus títulos justificativos y asumir nuevas responsabilidades en un mundo en transformación. También deben colaborar en la común empresa los miembros del estado llano, mediante su participación en la vida económica y su perfeccionamiento profesional, ambas actitudes compensadas por el nuevo reconocimiento de las actividades útiles y por la dispensa de honores por parte de la Monarquía. Estos planteamientos aparecen claramente manifestados en la apertura del debate sobre la dignidad del trabajo, que incluye pronunciamientos sectoriales sobre la nobleza comerciante o sobre la consideración social de los oficios manuales. Las apologías de las artes mecánicas se suceden entre algunos de los autores mencionados, como ocurre en Capmany, en Arteta de Monteseguro o en Pérez y López. El tema se convierte incluso en asunto dramático, que aborda Cándido María Trigueros (1736-1801), protegido de Campomanes, contertulio de Olavide y bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro, en su comedia Los menestrales, drama social reclamando el reconocimiento de las virtudes de las clases medias urbanas. Trigueros, que había escrito también poesía repudiando la ociosidad de los nobles, se unía así a la literatura en favor de los oficios ejercidos con honradez y útiles a la comunidad, uno de cuyos ejemplos puede ser este texto de José María Delgado, extraído de sus Adiciones a la Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, publicadas en Madrid en 1786: "¿Juras defender que ninguno de tu familia se dedique a arte u oficio, por honesto que sea, prefiriendo que aumenten el número de holgazanes, vagamundos, inútiles en la República para todo, aun cuando se mueran de hombre? Sí, juro".
Otro producto del mismo tipo es la obra de significativo título de Francisco Durán, La industriosa madrileña y el fabricante de Olot, o los efectos de la aplicación, comedia estrenada en 1789 y que contiene una condena del aristócrata ocioso, un elogio del trabajo, un discurso en pro de la promoción social por la laboriosidad, una alusión directa a los beneficios de la industria textil y una reivindicación de la Orden de Carlos III.
La respuesta a esta corriente de opinión fue la famosa Real Cédula de 1783, que, revalidando medidas semejantes que venían ya de finales del siglo anterior, consideraba compatible con el honor el ejercicio de las artes mecánicas, combatiendo así el principio de la deshonra legal del trabajo. Del mismo modo, la legislación y la práctica gubernamental recogieron otra manifiesta corriente de pensamiento, favorable a la nobleza comerciante y en general a la compatibilidad entre trabajo y nobleza. La traducción de la obra clásica sobre el comercio aristocrático del abate Coyer encontró eco en otras formulaciones hispanas del mismo tipo, como las contenidas en el Discurso sobre el comercio (1775) de Antonio de los Heros, o en la Biblioteca española económico-política de Juan Sempere y Guarinos: "Una gloria inmortal le espera a V A. si favoreciere y honrare el trato y la mercancía, ejercitada en los ciudadanos por ellos mismos y en los nobles por terceras personas..."; escribe Saavedra Fajardo: "¡Oh, cuánto puede la fuerza de la educación y preocupaciones nacionales! ¡Y en cuántos contradicciones e inconsecuencias implican a los mayores talentos!" Saavedra establecía y se esforzaba en demostrar y persuadir una máxima interesante, la necesidad del comercio, para recomendar su ejercicio a la nobleza. Y al mismo tiempo envilece este mismo ejercicio, previniendo que los nobles comercien por terceras personas.
En este sentido, la creación de la Orden de Carlos III, que recompensaba virtudes y méritos ajenos a la carrera militar, daba sanción oficial a la práctica ya difundida de ennoblecer a comerciantes distinguidos. Sin embargo, la no desmentida tendencia de la burguesía mercantil al ennoblecimiento y la propia concesión de honores nobiliarios denotaba que estos valores de la sociedad tradicional seguían siendo los predominantes y revelaba una vez más la voluntad de la Ilustración por mantenerse dentro de los límites del Antiguo Régimen.
El nuevo discurso sobre el trabajo implicaba una severa condena de la ociosidad. Por ello también, los ilustrados volvieron a desenterrar la vieja polémica sobre el control de vagabundos y mendigos, de tanta tradición en la literatura clásica española. Así, Bernardo Ward publicaba en 1750 su Obra pía, retomando viejos argumentos contra la caridad indiscriminada y a favor de la reducción de los pobres a un oficio útil y provechoso a la república. Mayor sistematización alcanza el aragonés Tomás Anzano en su obra Elementos para un sistema de hospital general, que, publicada en 1778, no va más allá de una presentación de los principios básicos que habían inspirado el gran encierro del siglo anterior, lo que revela una vez más que la pasión modernizadora de los ilustrados no era gratuita. A comienzos del siglo siguiente, Meléndez Valdés cerraría el ciclo de las reflexiones teóricas sobre el tema, con sus Fragmentos de un discurso sobre la mendiguez, que pese a la firmeza de su diagnóstico no duda en apelar, como único remedio, a la sabia legislación del monarca ilustrado.
El reformismo social se ejerció también en el terreno de las minorías étnicas y religiosas. Sin embargo, aquí sólo la irrupción de la Ilustración plena fue capaz de erradicar las prácticas de evidente crueldad todavía imperantes en la primera mitad del siglo, cuando Felipe V asistía a los últimos grandes autos de fe contra los judaizantes o cuando, bajo Fernando VI, el marqués de la Ensenada desencadenaba la más violenta de las persecuciones contra los gitanos. Las medidas promulgadas por Carlos III en favor de los judíos mallorquines y de los gitanos instalados en el reino, pese a una cierta ambigüedad en el último caso, testimonian un cambio de actitud hacia una tolerancia más acorde con la ideología de los tiempos.
No puede concluirse el apartado sin mencionar los esfuerzos llevados a cabo para la racionalización y la suavización de las prácticas penales. En este campo, la aportación teórica más importante fue la del jurista Manuel Lardizábal, nacido en México, pero que desarrollaría su carrera profesional en España entre Madrid y Granada. Su Discurso sobre las penas contraído a las leves criminales de España, para facilitar su reforma (1782) constituye una tímida adaptación de la obra de Beccaria a las circunstancias hispanas, aunque no por ello deje de ser una contribución valiosa y llena de buenas intenciones a una cuestión que no fue prioritaria en el debate reformista. En cualquier caso, en el ámbito social y en el ámbito penal, la Ilustración contribuía también así a la modernización de España.